-Pólvora y dinero, pólvora y dinero – escribe como un enajenado en sus cartas delirantes de pasión revolucionaria. Eso necesita pero Buenos Aires, su clase dominante, está en otra cosa. Ya no interesa el sueño colectivo inconcluso de la igualdad. Solamente se buscan patrones extranjeros que paguen bien la traición. Alvear se encarga de ofrecer estas tierras a los ingleses, portugueses y por último a los mismísimos españoles. Se lo saca de encima a Belgrano y lo envía a Europa junto a Rivadavia. Pero cuando vuelve insiste en la patria grande, en poner como rey a Juan Bautista Condorcanqui, hermano menor vivo de Túpac Amaru por el que sangraron 400 mil peruanos y altoperuanos y proyecto un parlamento americano. Ya no prestan atención a sus planes. Pero vuelve al norte. A Humahuaca y en medio de esa soledad decide darles estatus de ciudadanos a los gauchos que son tratados como esclavos en las haciendas del norte. Los propietarios de casi todo jamás olvidarán ese gesto llamado fuero gaucho y lo arrestarán y le pondrán grilletes a sus pies y luego entregarán a su amigo y socio político, Martín Miguel de Güemes.
Pero volvamos a Ayohuma. El general desesperado y poseído de una valentía parecida a la locura vuelve a su campamento en Macha y decide quemar la casa de la moneda de Potosí. Sabe que el dinero, sobre eso que escribió durante tanto tiempo, termina corrompiendo a los sectores que tienen algo de poder. Es un rapto de conciencia extrema: el economista e intelectual que imaginó el sistema bancario de la nueva nación siente que hay que destruir el dinero porque funciona como “agua estancada que pudre los demás sectores sociales”, como le hizo escribir a su amigo Mariano Moreno. Porque sabe, él lo sabe, Manuel Belgrano, que hace tiempo que “hay solamente dos clases de hombres…los propietarios de casi todo y las mayorías que solamente atienden las necesidades” de esos pocos, como publicó en “El Correo de Comercio”, en ese mismo año 1813. En 1967, según los diarios publicados por otro revolucionario, Ernesto Che Guevara, muy cerca de allí, también piensa el rosarino en quemar Potosí y en la desaparición del dinero.
Por eso Belgrano muere en la pobreza y la soledad. Su pasión revolucionaria a favor de enarbolar la bandera de la igualdad en la vida cotidiana de los argentinos era demasiada molesta para los usurpadores de la revolución. La mentira oficial argentina, hija directa de la falsificación histórica, eligió la muerte del desesperado de Ayohuma como celebración de la bandera. Fenomenal herramienta política de domesticación: recordar la muerte para olvidar cómo y por qué vivió Belgrano. Para que las futuras generaciones jamás se encuentren con esos proyectos tan actuales, tan necesarios en el presente de las mayorías.
Por eso Belgrano no sería funcionario.
Porque Belgrano fue un revolucionario.
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