sábado, 6 de julio de 2013

Los rescates financieros necesitan un punto final.


Después de la Segunda Guerra Mundial, las ideas keynesianas se impusieron a la doctrina marxista. En los setenta aquellas ideas fueron sustituidas por los principios del neoliberalismo lo que abrió las puertas al capitalismo financiero contemporáneo, según señala el economista británico Robert Skidelsky.
Con el comienzo de la crisis que se desencadenó en EEUU y más tarde se extendió a la eurozona se empezó a hablar de la falta de sincronía de los sistemas financieros, de las necesidades reales y de las demandas de las distintas economías. Y, dado que el problema está lejos de encontrar una solución, no cabe ninguna duda de que el tema de la regulación del sector financiero se convertirá en recurrente en los próximos años.

¿Qué lecciones podemos sacar de la situación que está viviendo actualmente EEUU? Los programas de estímulo que se lanzaron permitieron que la economía norteamericana se recuperara a un buen ritmo. Lo cual, por contraste, ha dado pie para que los expertos critiquen a la Unión Europea por sus recetas económicas ineficaces. Las ideas de Keynes se han vuelto a recuperar junto con sus recomendaciones: hay que reducir gastos mientras dura la expansión económica y no en plena crisis. Se señala de esta forma que los estímulos fiscales y monetarios son mucho más importantes para la recuperación económica que los programas de reducción de gastos.

Al mismo tiempo, el mercado financiero estadounidense, después de haber tocado fondo en la primavera de 2009, empezó a crecer de un modo estable; los hogares con más ingresos, que habían sufrido pérdidas notables al principio de la crisis, al comenzar 2013 ya se habían rehecho e incluso habían aumentado sus beneficios de un modo importante. Entre otras cosas porque sus ingresos provienen en gran medida de las acciones cotizadas y no tanto del precio de las viviendas, como ocurre en el caso de la clase media.

La situación en Europa es completamente distinta. A finales de la semana pasada se dio por concluida la temporada política. Y se dio por concluida con una cumbre europea que fue al mismo tiempo la más trascendental y la más tranquila de los últimos tres años. El siguiente gran acontecimiento serán las elecciones en Alemania.

Ese proceso electoral marcará el destino de la eurozona en los próximos años, ya que en Alemania, principal motor de la integración europea, están depositadas las mayores esperanzas de conservar una Europa unida.

Merece la pena destacar dos principales resultados de la cumbre: la aprobación del presupuesto de la Unión Europea para los próximos siete años y la creación de una unión bancaria. Este resultado es quizá el más llamativo, porque se espera que, desde el final del año que viene, el Banco Central Europeo se convierta en el supervisor único de los más de 6.000 bancos de la eurozona.

El siguiente paso previsto sería conceder al Banco Central Europeo en exclusiva la potestad de tomar decisiones, lo cual levanta objeciones en algunos Estados miembros. Y un paso todavía más allá sería el establecimiento de un sistema único de garantía de depósitos para toda la eurozona. Esta idea no les gusta nada a Alemania y a los países del norte de Europa; lo cual es bastante comprensible, porque las competencias de regulación bancaria se encuentran ahora en el nivel de los Estados y a nadie le apetece pagar por la irresponsabilidad o la codicia de ciertos accionistas griegos o chipriotas o de ciertos gobiernos. Y, con todo, la idea permanece en el orden del día. ¿Por qué?
Porque ya está adoptada la decisión de que la cuenta de la próxima crisis bancarias no la pagarán los Estados, sino los accionistas de los bancos, los inversores y los propietarios de depósitos superiores a los 100.000 euros.

Los ministros de finanzas de la UE discutieron este tema el día antes de la cumbre durante más de siete horas y, ya de madrugada, entregaron sus recomendaciones consensuadas a los líderes de los países. Eso significa que el modelo chipriota podría extenderse en cuestión de unos años a toda la Unión Europea: a nivel nacional, el salvamento de los bancos sin dinero de los contribuyentes debería implementarse a partir de 2018.

Cuando la Unión Europea anunció por primera vez esta primavera que no tenía intención de rescatar los sospechosos depósitos chipriotas de más de 100.000 euros, los economistas de distintos países señalaron que podía tratarse de un mal precedente. Una vez utilizado, se puede convertir en una tentación el volver a usarlo en otras circunstancias.

Efectivamente, no parece posible rescatar infinitamente a las instituciones financieras, que han estado acumulando deudas con ayuda de los recursos presupuestarios. En primer lugar, porque eso no hace sino reforzar la irresponsabilidad de los bancos (o, en el mejor de los casos, no les disuade de emprender operaciones de mucho riesgo). En segundo lugar, los presupuestos de los países ya no están en condiciones de salvar a nadie más: casi están para ser rescatados ellos mismos. Y eso algo en lo que todos los economistas parecen estar de acuerdo.

Y, sin embargo, nadie esperaba que la receta “a la chipriota” fuese incorporada con tanta facilidad por las autoridades monetarias. La receta tiene su propia lógica: las acciones se adoptan en el marco de la unión bancaria. Una única institución debe tomar las decisiones sobre la quiebra o el rescate de los bancos de la eurozona (la Comisión Europea debería empezar a preparar propuestas en este sentido). Después vendría la ya mencionada supervisión bancaria única, con lo que -si todos se ponen de acuerdo en los estándares de solvencia, en la asunción de riesgos asumibles y en la rentabilidad de los productos financieros ofrecidos- parece claro que los accionistas y los inversores también deben asumir su parte en este nuevo esquema. Si toleran las malas prácticas en esos bancos, se verán obligados a asumir la responsabilidad y no trasladar las consecuencias de su avaricia o de sus errores a los contribuyentes.

Por un lado, esta decisión lleva aparejado un riesgo enorme de minar la confianza en el sistema bancario europeo, sobre todo entre las personas más adineradas y los empresarios. No son las capas sociales con escasos ingresos las que aseguran el crecimiento económico y la competitividad de las economías.

Por otro lado, son precisamente esas prácticas las que acaban provocando la reacción de las autoridades de la Unión Europea. Por último, el tercer aspecto de esta cuestión es que realmente no hay escapatoria: es muy poco probable que un negocio al que le vayan bien las cosas en Francia o en Italia empiece a transferir sus fondos a países en vías de desarrollo, en los que los riesgos son seguramente mayores. Y la vía de los paraísos fiscales es muy posible que se cierre próximamente, ya que una crisis tan persistente y la falta de recursos de los Estados han hecho que los gobiernos occidentales estén cada vez más decididos a luchar contra la evasión fiscal.

Y, además, es difícil a estas alturas saber qué tipo de economías nacerán de todas estas medidas. Unos dicen que se pueden lanzar cuantas acusaciones se quiera contra la Comisión Europea por su ineficiencia, pero la verdad es que no es ella la que define la productividad de un país. La competitividad de Francia depende mucho más del gobierno francés que de cualquier decisión que se tome en Bruselas. Por otra parte, las pymes de los países del sur de Europa tienen prácticamente cerrado el acceso al crédito, al contrario que las pymes del norte de Europa, lo cual sitúa a las primeras en una situación de clara desventaja competitiva. Y está claro que el desarrollo económico de la Unión Europea pasa por superar esa fragmentación financiera, facilitando a las empresas un acceso en condiciones de igualdad al crédito.

Los economistas más optimistas creen que, una vez superada la crisis estructural, Europa saldrá de ella con una economía más eficiente y volverá a ocupar posiciones de liderazgo mundial. Es pronto para considerar a Europa únicamente como a una especie de museo de antigüedades. Y es posible que estén en lo cierto, especialmente si se tienen en cuenta ciertos procesos en marcha en los países en vías de desarrollo, especialmente en los BRICS, sobre los cuales hasta hace muy poco ni se hablaba.

¿Qué se intenta dar a entender? Pues que se registra una ralentización generalizada de los ritmos de crecimiento: en Rusia, en China, en Brasil y en Turquía; y que tienen lugar estallidos de las tensiones sociales y un descontento generalizado de las clases medias; y, por último, se viene observando la disminución de la demanda a nivel mundial que trae como consecuencia la caída de la inversión en bienes de equipo, dado que la preocupación del momento es cómo garantizar trabajo a las instalaciones ya en funcionamiento.

Es decir, no están en absoluto claras las perspectivas de auténticos gigantes como China y Brasil. Como hacía ver uno de los testigos de las recientes protestas multitudinarias en la ciudad brasileña de Sao Paulo, hay muchas preguntas y todavía no ha llegado la hora de dar ninguna respuesta.

Una incertidumbre semejante nos encontramos en las economías occidentales. Y aquí conviene recordar la importancia de los tiempos en el desarrollo de los procesos de integración en la Unión Europea. No puede haber una unión bancaria efectiva sin una integración política y normativa más intensa. Y esta integración política no es posible si se mantienen diferencias internas dentro del grupo, con economías de distinto potencial, productividad y posibilidades.

Tampoco todo es de color de rosa en EEUU, a pesar de que allí las valoraciones suenen muy optimistas. Los norteamericanos se caracterizan por su sencillez y simplicidad al valorar los problemas y es natural que, por contraste con Europa, quieran aparecer como destacadamente efectivos e inteligentes.

Y no se cansan de recordar a los europeos que hay que temer menos la inflación y más a los programas de recortes de gastos, y aconsejan no empeñarse en rescatar al mismo tiempo al sector público y al privado (que el sector privado se salve a sí mismo). Cosa que, dicha sea de paso, Europa ha empezado a hacer con los rescates bancarios. Queda sólo por ver qué dirán en Estados Unidos cuando empiece a tener problemas su propio sector financiero…

Dar consejos a los europeos, sin embargo, no exime a Estados Unidos de la necesidad de buscar una solución al problema del déficit presupuestario y la regulación futura de las instituciones financieras no bancarias. Estados Unidos es precisamente la patria del capitalismo financiero, con un sector financiero hipertrofiado, en parte por el papel que el dólar juega en la economía mundial. En definitiva, se enfrenta a problemas en gran medida derivados de su propia potencia económica (que a veces deriva en autosuficiencia), que más tarde o más temprano tendrá que afrontar. Es posible que, cuando Europa haya enderezado su economía, llegue también el turno a Estados Unidos de repensar en qué se emplea su gasto público y en la regulación de sus instituciones financieras.

Es demasiado pronto para ponerse a buscar nuevos modelos y definiciones. Pero dentro de unos años, cuando el ciclo fundamental de turbulencias haya pasado y empiecen a definirse los perfiles de la nueva realidad, un economista ideará un nuevo modelo de desarrollo y así logrará entrar en el panteón de los grandes nombres junto a Marx, Keynes, Von Hayek y Friedman.

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