domingo, 13 de octubre de 2013

La trama secreta de un fusilamiento: El hombre que puso al descubierto el asesinato del Che Guevara en Bolivia.

En la mañana del 12 de octubre de 1967, partió del aeroparque una avioneta Cessna 182 Skylane de cuatro plazas con el logotipo del diario Crónica sobre los costados del fuselaje. La nave era piloteada por Miguel Fitz Gerald; junto con él iba el fotógrafo Hugo Landaris y, atrás, el cronista Walter Operto, ambos de la revista Así, otra criatura editorial de Héctor Ricardo García. El destino final del trío era Bolivia, por entonces convulsionada por la guerra de guerrillas.


Tres días antes, el jefe de las Fuerzas Armadas bolivianas, general Alfredo Ovando Candia, había informado de la muerte "en combate" del ya legendario Ernesto Guevara, ocurrida el domingo 8 de octubre en la quebrada de Yuro, a pocos kilómetros del poblado de La Higuera. Según el militar, sus últimas palabras fueron: "Soy el Che. He fracasado." En la tarde del lunes, el cuerpo empapado con sangre del Che fue colocado en una camilla sujeta al tren de aterrizaje de un helicóptero para transportarlo sobre los áridos cerros a la pequeña ciudad de Vallegrande, en el oriente del país. Allí, encima de una pileta de hormigón en el lavadero del hospital Nuestro Señor de Malta, el Che permaneció en exhibición aquella noche y todo el día siguiente con la cabeza alzada y los ojos pardos muy abiertos. Una multitud compuesta por soldados y pobladores desfiló ante aquel cuerpo que, de modo macabro, parecía estar vivo. Entre las monjas del hospital se difundió rápidamente la impresión de que presentaba una extraordinaria semejanza con Cristo.

En Buenos Aires, durante la tarde del miércoles, con una telefoto en la mano de ese mismo rostro, el director de Así, Marcos de la Fuente, alzó la mirada, y dijo: "Andá a Bolivia, pibe, para ver cómo fueron las cosas." Operto cabeceó en señal de asentimiento.

Ahora, durante el mediodía del viernes –luego de una escala en Jujuy y otra en Santa Cruz de la Sierra, en donde los enviados de Así pasaron la noche–, el Cessna sobrevolaba –a puro ojo del habilidoso Fitz Gerald, ya que no existían cartas de navegación– un paisaje de cerros pelados y mesetas frías, separadas por quebradas. Después atisbaron los techos bajos y marrones de Vallegrande. El Cessna, a falta de aeropuerto, aterrizó en una canchita de fútbol.
Sus tres ocupantes estaban lejos de imaginar que allí, en esa frontera con el fin del mundo, los aguardaba un gran secreto de la Historia del siglo XX, que ellos convertirían en una exclusiva periodística de carácter mundial.

LA SOSPECHA.
Desde fines del verano, Vallegrande –ubicada a 2500 metros de altura– era la base principal de las operaciones contrainsurgentes. Allí, en aquellos días, reinaba un clima de histeria bélica, mezclada con la silenciosa curiosidad de sus seis mil habitantes. Ellos se asomaban a las calles para ver pasar por sus ojos el curso de los acontecimientos. En semejante escenario se encontraban los tres hombres de Así. 

A 46 años de su fugaz presencia en ese lugar, Operto evocó aquel momento por vía telefónica para Tiempo Argentino. "Miguel, el piloto, se quedó en la canchita, junto al avión, convertido ahora en atracción para decenas de chicos y grandes. El hospital estaba a sólo tres cuadras. Hugo y yo enfilamos hacia esa dirección para comenzar nuestro trabajo. Fuimos los primeros periodistas extranjeros en llegar a Vallegrande. Cuando estábamos en plena tarea se sumó, con su equipo de filmación, Chouziño. No recuerdo su nombre de pila; era el corresponsal en Argentina de la Columbia Televisión Color (CTC), con estudios en Nueva York. Lo primero que hice fue entrevistar al jefe de la Octava División del Ejército, coronel Joaquín Zenteno Anaya, la máxima autoridad militar en el lugar."

El tipo fue amable, pero reticente. Y –según consigna Operto en la edición de la revista Así del 24 de octubre de 1967–, describió la batalla de la quebrada de Yuro con las siguientes palabras: "El 8 del corriente unos campesinos avisaron que el Che y otros jefes guerrilleros estaban en la zona. Con rapidez, un contingente de Rangers salió en esa dirección, individualizando a los acompañantes del Che. Éstos se retiraron. El único muerto fue él. El Che, mientras el Che siguió haciendo frente al grupo Ranger.

–¿La muerte del Che fue instantánea?

–No sabría qué decirle. No estuve en combate. 

–¿Sabe si expresó algo antes de morir?

–Dijo: He fracasado. Todo ha terminado. 

El coronel Zenteno Anaya se alejó al interior de una dependencia. La entrevista fue en un patio. Y es posible que, por el apresuramiento en poner término al reportaje, no haya escuchado nuestro 'buenas tardes' de despedida." 

De tal modo concluyó el encuentro de Operto con uno de los grandes actores de la jornada.
Ahora, en su diálogo con este diario, acotó: "Al final, le solicito al coronel permiso para entrevistar a algunos soldados que combatieron en la quebrada del Yuro, pero Zenteno Anaya me niega la presencia de algunos de esos soldados en Vallegrande. 'Aquí en no hay ninguno –me dice– Todos están en La Higuera.' Yo quería entrevistar a los soldados para que me dieran detalles de cómo había sido el combate final del Che. No teniendo aún motivos para no creerle al militar, descarté la posibilidad de esas entrevistas.

A continuación entrevisté al doctor Martínez Caso, el médico que había realizado la autopsia. La entrevista fue en su propia casa, a unas pocas cuadras del hospital. Esta entrevista fue más reveladora, ya que me confirmó el 'tiro de gracia'; aseguró que nadie con un tiro en el corazón tiene vida para decir: 'He fracasado', y me informó sobre la presencia en el Hospital Señor de Malta de soldados heridos en la batalla final, dato que antes me había negado Zenteno Anaya. En un momento, el médico me preguntó si no habíamos hablado con los soldaditos que habían combatido en el Yuro. 'No –le respondí– ¿Por qué? ¿Dónde están?' La respuesta fue: 'En el hospital hay algunos heridos.' Le pedí los nombres: 'Choque y Taboada' fue la respuesta. Con este dato nos despedimos del médico y comenzamos a pensar en cómo llegar hasta los soldados. En esta instancia es cuando se nos suma Chouziño."



LA CERTEZA. Operto, Lazaridis y Chouziño atravesaron la plaza principal de Vallegrande con suma ansiedad. Les cosquilleaba una idea: el Che fue por unas horas prisionero del Ejército, antes de ser fusilado. La clave estaba en los soldados heridos. Aún hoy, el veterano cronista guarda un recuerdo preciso de aquellas circunstancias:

"¿Qué hacemos? ¿Ver nuevamente a Zenteno Anaya para hablar con los soldados? –relata ahora Operto– Tarea inútil porque volvería a negarnos sus presencias en Vallegrande, además de tomar recaudos para preservarlos del acceso periodístico. Entonces decidimos encarar la guardia del hospital a paso militar. Saludamos con un muy castrense '¡Buenos días!', y así conseguimos que la guardia militar se abriera y nos diera paso. Ya en el interior vi a una enfermera en una de las galerías. '¡Enfermera! –grité–, ¿dónde está el soldado Choque?' 'Allí, señor', me respondió, señalando una de las muchas puertas que veíamos. Entramos a la habitación y allí estaban, en sus camas, varios de los soldados heridos. '¿Quién es Choque?', pregunté. Uno levantó un brazo. Fuimos a él. Todo fue veloz."

Con estas palabras, la crónica de Operto en Así reconstruye esa entrevista: 

–¿Peleaste en la Quebrada del Yuro?

–Sí.

–¿Lo viste vivo o muerto al Che?

–Lo vi vivo, señor. 

–¿Y cuándo lo mataron?

–Al día siguiente. Le dieron un tiro en el corazón.

Lo mismo dijeron los soldados Taboada, Paco y Giménez; todo fue registrado por las cámaras de Lazaridis y Chouziño. En esa primera revelación los soldados creían que el ejecutor fue el capitán Gary Prado. Sólo uno de los cuatro soldados habló sin precisión de "un suboficial", aludiendo al sargento Mario Terán, quien fue realmente el autor de los disparos. Los tres periodistas se cruzaron las miradas, a sabiendas del carácter inflamable de la información que acababan de obtener. 

Fue en ese instante cuando un enfermero se asomó a la sala, vio lo inconveniente de esas presencias en el lugar, y empezó a gritar: "¡Llamen a la guardia! ¡Llamen a la guardia!"
Los tres, entonces, pusieron los pies en polvorosa. Salieron por la parte trasera del hospital para correr hasta el avión. Un jeep militar también se dirigía a toda velocidad hacia la canchita. El vehículo llegó allí a toda velocidad, pero tarde: el Cessna ya remontaba vuelo. Horas más tarde, llegaría a Buenos Aire con la primicia mundial de que el Che fue asesinado.
En su crónica sobre el verdadero final del Che, Operto se permite el siguiente remate: "Y el cielo no se oscureció, ni la tierra se partió. Nada de lo que yo pensé para su muerte, ocurrió."


Tomar desde ñanacahuazú el cielo por asalto


El grupo guerrillero del Che se estableció durante los primeros días de 1967 en la zona selvática de Ñanacahuazú. Tenía un ejército de 24 hombres, de los cuales sólo nueve eran bolivianos. 

Desde su primitivo campamento, el Che preveía una asombrosa sucesión de acontecimientos, de la cual el inicio de la guerra y su extensión a las naciones vecinas eran apenas dos etapas. En resumen, para él, Bolivia era apenas el primer disparo de una guerra mundial que determinaría si el planeta sería socialista o no. Pero algo falló. 

Traicionado por el líder del Partido Comunista boliviano, Mario Monje, y víctima de un sinfín de contratiempos, entre ellos, la anticipada localización del foco insurgente por parte de las fuerzas regulares, el Che se vio obligado a tirar sus planes por la ventana y continuar la guerra que había iniciado por acumulación de una serie de errores y desventuras. No tenía otra alternativa que combatir; permanecer en movimiento y tratar de sobrevivir. Ese imperativo dominaría el resto de su vida. 

En los primeros días de octubre, la situación era desesperante. Apenas le quedaba un tercio de tropa. Es decir, media docena de guerrilleros mal armados y hambrientos. El Che, además, estaba acorralado por el asma. 

El día 8, cercado por el Ejército en la quebrada del Yuro, fue herido en una pierna. Sus captores lo llevaron a la localidad de La Higuera. En la escuela del pueblo transcurrieron sus últimas horas. Allí mantuvo breves diálogos con los militares Zenteno Anaya, Andrés Selich y el agente de la CIA Félix Rodríguez. Al día siguiente llegó la orden de ejecución. El Che murió a las 13:30 del 9 de octubre.

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